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La vida y la muerte crecen juntas en medellín

Con casi 180 años de historia el Cementerio Museo San Pedro ha acompañado a Medellín desde 1842; es un lugar en el que convergen la vida y la muerte, que nos permite acercarnos con el más allá y cuestionarnos la manera de vivir la ausencia.

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Un espacio lleno de arte, de naturaleza, de detalles que embellecen sus pasillos y lo convirtieron en mucho más que un simple cementerio cuando en 1998 fue reconocido como Museo y en 199 como Bien de Interés Cultural nacional; su arquitectura, la historia que en él yace y los ritos fúnebres que presencia día a día le han permitido hacerse un nombre en medio de una gran ciudad.

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El dolor de la partida se siente en cada rincón, se puede escuchar el llanto de cientos de personas que han pasado por el Cementerio a despedir a sus amados, se puede revivir la historia a través de los personajes que allí yacen, se ve el reflejo de una ciudad que no para de crecer, en la que no paran los nacimientos y las muertes, una Medellín que se expone en esos pasillos. La antropóloga Eloisa Guerrero lo define como una autopsia de la ciudad, y en el siguiente podcast nos cuenta mucho más sobre esta relación paralela que llevan.

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Dentro de las maravillas que se encuentran en este espacio sagrado, se rescatan varios personajes que han marcado la historia de nuestro país. Empresarios, políticos, artistas, diferentes personalidades que con su obra han aportado a nuestra nación.

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Para conocer un poco más de ellos vamos a darle un vistazo a sus mausoleos, esos lugares de descanso eterno en los que encontramos un sinfín de detalles representativos para los personajes, pequeñas o grandes cosas que los exaltan y llaman la atención sobre ellos aún en la quietud de la muerte.

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180 años de historia no surgen de la noche a la mañana y este Cementerio Museo surgió de manera muy particular; en una época en la que Medellín surgía y la ciudad era cada vez más importante, este espacio nació para acompañar su crecimiento, para albergar a sus muertos y madurar a su lado.

El cielo es para los ricos

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La historia del hombre que vendió a otros 50 un pasaje a la eternidad.​

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Gana el paraíso quien gana la memoria. Cuando no nos queda ya vida en el cuerpo, cuando la carne se pudre y el espíritu se desvanece, no nos queda más trascendencia que la huella que dejamos en este mundo, no nos queda otra forma de vida que la memoria.

Foto Francisco Mejía

El recuerdo es lo que trasciende, la inmortalidad del alma está en el recuerdo y en la gente que lo porta. Y así como siglos atrás vendía la Iglesia con indulgencias el perdón de los pecados, así también hace 180 años alguien les vendió a 50 hombres en la Villa de la Candelaria de Medellín un pasaje a la eternidad.

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¿Quién podría pensar en tal proeza? Fue un hombre quien lo hizo. Hijo de una de las familias más ricas de la ciudad, nacido en los últimos tiempos de la colonia cuando los vientos que soplaban desde Europa traían ideas libertarias. Él también trajo las suyas, pues viajó en su juventud al viejo continente para formarse como médico y regresó para convertirse en un intelectual, amante del teatro y la elocuencia, un discípulo del prócer apodado “El Sabio” Francisco José de Caldas y un soñador tenaz e incansable del progreso del valle que lo vio nacer.

Su nombre era Pedro Uribe Restrepo, un heredero de gran riqueza y poder, un filántropo con espíritu cívico que aprovechó su fortuna en la búsqueda de materializar en su villa los ideales con los que soñaba. Creador de la primera farmacia de Medellín, fundador del hospital San Juan de Dios y propulsor del Teatro Bolívar y del Teatro de la Unión.

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Pero además, siendo hijo también de su época, veía Pedro con preocupación cualquier posibilidad de una cercanía entre su gente de clase fina y la prole que cada vez inundaba más el valle migrando desde el resto del país. Al igual que los demás adinerados de su tiempo buscaba distinguirse de los pobres en todos los sentidos que le fueran imaginables.

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En ese entonces en la sociedad antioqueña la brecha entre los prestantes y los menesterosos era abismal y se veía en todas las formas posibles. En todas excepto una.

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La muerte era lo único democrático que existía, el único destino igual para todos, ricos o pobres, una igualdad que para Pedro y su gente simplemente no podía ser.

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Crecen muchas cosas cuando crece una ciudad, pero lo último en lo que se piensa es en que crecen también sus muertos. Era inquietante ver que las Iglesias se desbordaban ya de cadáveres, que necesitaron construir un cementerio, San Benito, y que este se había quedado también pequeño y se había convertido en un foco para los brotes de viruela que afectaban a la población a principios del siglo XIX.

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Archivo El Mundo

Ahora se había construido el nuevo cementerio San Lorenzo en una colina en las afueras de la villa para solucionar los problemas de salubridad y los muertos iban allí. Todos, absolutamente todos sin discriminación iban al mismo sitio que para Pedro era un lugar sin mucha gracia y estética. ¿Dónde quedaba entonces la clase? ¿De qué servía ser hombres ricos, letrados, propulsores del progreso, si al final llegarían junto con tantos pobres a pudrirse bajo la misma tierra?

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Pedro Uribe lo tenía claro, la muerte de uno de los suyos merecía un valor distinto, uno que (a diferencia de todos los pobres que morían a diario) asegurara la memoria, la trascendencia, la eternidad. Hacía falta un cementerio con clase, con dignidad, que trajera bienestar a la población y consuelo a las familias de sus muertos; hacía falta un cementerio para los ricos.

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Archivo Cementerio Museo San Pedro

Así fue como, con el fuego encendido de una idea en su cabeza, convocó a 50 hombres más, cada uno representante de una de las familias más prestigiosas de la élite de la Villa de la Candelaria, y reuniéndolos a todos les habló con elocuencia y convicción.

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Entre ellos se encontraban José M. Barrientos, Jacobo Faciolince, Enrique Gaviria, José Antonio Callejas y Francisco Piedrahita. A todos les contagió con sus palabras el entusiasmo y les plantó la semilla del sueño de un lugar para enterrar a sus familias con la distinción que tenían la certeza de merecer; el sueño de un espacio sobrio y sublime donde se respirara la serenidad de las almas en reposo y la belleza de un reino sobrehumano.

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Se convirtieron entonces estos 50 hombres en socios de un proyecto elitista y excluyente que era para ellos casi como un club. Cada uno pagó como precio por un espacio en esta mansión de los muertos cien pesos de la época. Así, con 50 mil pesos como presupuesto y lleno de ideas ilustradas de Europa, Pedro escribió dos cartas solicitando autorización al Obispo y al Gobernador de la Provincia y se embarcó en la empresa de dirigir por sí mismo el proyecto de construcción.

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Con el espíritu artístico que lo caracterizaba se dio a la tarea de diseñar los planos para el cementerio y su capilla. Lo pensó de manera que la simetría predominara en el espacio y le dio forma de circunferencia dejando la capilla a la cabeza y disponiendo todas las tumbas orientadas hacia el centro. También buscó dejar todo un camino recto libre que atravesara el centro del cementerio, casi como si formara la letra griega θ que su ídolo El Sabio había dibujado en una pared justo antes de morir fusilado y que se ha interpretado como “Oh, larga y negra partida.”

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Prefirió también que fuera un espacio abierto y ventilado que se ubicara en las afueras de la villa para evitar poner en riesgo la salud de la población. Negoció con don José Antonio Muñoz un terreno baldío por 400 pesos ubicado hacia el nororiente en el camellón que seguía a la parroquia de Hatoviejo, y empezó allí las obras de construcción.

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En una reunión el 20 de julio de 1842 se terminó de dar forma al proyecto y acordó con sus socios que la obra fuera dedicada a San Vicente de Paúl: “en conmemoración a sus muchas y excelsas virtudes que adornaron a aquel varón ilustre.” El dinero que restaba alcanzó, no sólo para el diseño y la construcción, sino también para embellecer el lugar con los más ostentosos ornamentos que la élite antioqueña se podía permitir.

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Con el tiempo se fueron importando principalmente de Europa obras artísticas, adornos e incluso árboles de mucho más estilo que los endémicos. En busca de materiales duraderos que preservaran durante siglos la memoria de sus difuntos se importó tanto mármol que el cementerio llegó a ser conocido, no solo como el “Cementerio de los ricos” sino también como “La Ciudad de Marmol”.

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Archivo Cementerio Museo San Pedro

Pedro Uribe pudo ver a sus 55 años la fundación del cementerio con el que había soñado, el primer cementerio privado de la ciudad, llamado entonces el Cementerio Nuevo, de Particulares o de San Vicente de Paúl, un 22 de septiembre de 1842. Solicitó además a la diócesis de Antioquia que enviara un sacerdote para realizar la debida eucaristía para bendecirlo. Esta eucaristía tardó casi tres años en ocurrir y tomó dos años más realizar la bendición de la capilla ya construida, pues por esa época un fuerte invierno azotó la ciudad y los caminos eran intransitables a pie.

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Se dice que el primer cadáver sepultado en el cementerio fue el de la señora Sixta Fernández de Jaramillo, bisabuela del poeta Juan Bautista Jaramillo, de quien hoy no está la tumba ni los restos.

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Este lugar con el que Pedro Uribe garantizó a 50 familias de la élite antioqueña/medellinense/paisa el recuerdo de sus muertos, la vida eterna en la memoria de la ciudad, marcó según el historiador Luis Alfonso Rendón el punto más alto de segregación y estratificación de la muerte en Medellín.

Permitió lujosos mausoleos, las tallas y proyectos escultóricos de reconocidos artistas del momento, pero también llevó a que se replanteara el imaginario sobre el cementerio, la vida y la muerte, la riqueza y la pobreza, la memoria y la eternidad.

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Archivo Cementerio Museo San Pedro

Pasó a llamarse cementerio de San Pedro en honor al santo en 1871. Hoy sobresale en él un estilo neoclásico con columnas que recuerdan a antiguos panteones griegos. Alberga una mezcla de corrientes artísticas como el barroco y el renacentista con alguna inspiración en el antiguo Egipto.

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Descansan aquí los restos de personajes de la historia política nacional como los expresidentes Mariano Ospina Rodríguez, Carlos E Restrepo y Pedro Nel Ospina; empresarios como José María Sierra conocido como el hombre más rico de Colombia, Luis Eduardo Yepes fundador de almacenes Ley, Alejandro Echavarría fundador de Coltejer; y artistas y escritores como María Cano, Pedro Nel Gómez, Bernardo Vieco, Jorge Isaac y Fidel Cano.

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El cementerio dejó de ser exclusivo para ricos en 1970 y fue declarado Bien de Interés Cultural de carácter nacional por el Ministerio de Cultura en 1999 debido a sus valores históricos, estéticos, arquitectónicos y rituales.

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Hoy esta mansión de los ricos sigue siendo la prueba de que aquellos 50 hombres compraron un pasaje para la inmortalidad de la memoria, para el cielo y la eternidad. Hoy todavía pueden los descendientes de aquellas familias visitar a sus muertos y decir lo que escribieron alguna vez sobre el primer reglamento del cementerio que podrían decir siglos después: “…aquí yacen las reliquias inanimadas de nuestros progenitores: ellos fueron virtuosos, imitémosles, para que acompañándolos algún día en este triste recinto, los acompañemos también en la Mansión de los justos.”

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Foto Rdiónica

Porque tal como se escribió en una de las paredes de la capilla:

 

“A todos una noche nos espera.

Un día sin sol, un sueño de verdad,

en que pisar debemos una vez postrera

la senda del vivir que ancha y ligera

conduce a la Mansión de eternidad.”

 

Horacio.

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